jueves, 9 de abril de 2009

Estamos muertos.

Desde hace tiempo me di cuenta de que todos estábamos muertos. Los detalles sobre aquella muerte, la nuestra, son innecesarios. Algunos moriremos de cáncer, otros en un accidente automovilístico, otros por un balazo en la maceta; como sea todos estaremos en un panteón o en una urna. Sepultados.
¿Pero qué pasará cuando la misma muerte, la propia, se vuelva una muerte colectiva?
Imaginemos una comunidad de hormigas. Todo funciona bien mientras se mantenga el orden, la jerarquía, entre reina y obreras. La comida (insectos, cereal, azúcar) llega a las bodegas; la almacenamos. Después, en algún momento, ya es demasiada, nos ahogamos en ella, dentro de ella; el alimento nos atasca el vientre, los nutrientes, que eran necesarios antes, nos pesan en el lomo.
Es en ese instante que nos damos cuenta de que vamos a morir. El grupo "hormiguno" se da cuenta de que vendrá la tormenta. La tempestad implacable arroya al grupo, lo lleva hasta el cauce de un río interminable que lo une con los movimientos hidráulicos, y después, con el océano. ¿Qué pasa cuando estamos destinados a que la ceniza nos arrastre también como especie por el abismal tiempo y espacio? ¿Seguimos teniendo sentido? ¿Hay algo que valga la pena?
La vida, la propia, en común con los que nos rodean, es el único sentido, la única salida. A vivir el mundo y dejarnos de mamadas. Ayudar, chingar o valer verga... eso da lo mismo. El polvo comunal de tantos cementerios estará allí, como polvo de estrellas que una vez fuimos. El único horizonte: el olvido. El único resultado: Esto, hoy, este instante, este momento. Hoy, no mañana.